miércoles, 21 de abril de 2010



CRÓNICA PUBLICADA EN EL DIARIO CRÍTICA

NAHUEL GALLOTTA

Leandro llama al reducidor y pregunta qué necesita, qué le compran en el momento. Agarra la pistola, se sube a la moto, se pone el casco y va en busca del auto encargado. Lo ve, lo encañona y lo roba. La víctima queda siempre abajo, así en la causa no hay privación ilegítima de la libertad. Maneja él y su compañero va atrás en la moto, por las dudas de que el satélite corte la marcha y haya que escapar. A las cuadras estaciona y se va en la moto. Es recién ahí cuando Leandro siente que el auto es suyo, y que no perdió; a lo sumo se lo gana la policía, pero él no cae preso.

Ahora viene lo más difícil, la ansiedad, el rogar para que el auto se transforme en plata y valga la pena haber salido de caño. “Calculá que de cada cinco autos que robo, termino vendiendo uno. Cuando los voy a buscar, no están casi nunca, o está la camioneta que recupera los autos robados o el patrullero. Nos mató LoJack y todo eso”, cuenta Leandro, 21 años, pelo cortito duro de tanto gel y zapatillas de resortes que salen 500 pesos. La entrevista se desarrolla en un lavadero de autos de la avenida Beiró, en Devoto.

Durante la primera mitad de 2009, la cantidad de vehículos robados en todo el país subió un 14,8% con respecto al mismo período de 2008. Los robos más denunciados corresponden a los Fiat Duna, Uno y 147 y Volkswagen Gol. Además, se estima que el 30% de los homicidios ocurren en ocasión de robo de automotor.

CALLE WARNES. Los que Leandro puede vender en Warnes –en provincia dice que se cotizan menos– se los pagan más o menos así: un Bora $ 6.000, una Toyota Hilux $ 10.000, un Peugeot 206 $ 3.000. Lo mínimo fueron $ 800 por un Suzuki Fun. Los deja en las calles adyacentes y cobra apenas entrega la llave.

–¿Es negocio robar autos?

–Sirve si no tenés un mango, o si levantás siete autos en un día y te quedan tres. Si recién empezás, sirve porque con eso podés comprar pistolas y un auto para salir a robar. El negocio grande es del que te lo encarga y lo desarma. Con el frente del auto ya recuperan lo que me pagaron.

Los locales de autopartes se instalaron a partir de la década del 50. Los dueños viajaban a Estados Unidos a comprar lo que allá era chatarra; pagaban 750 dólares por un motor que acá vendían a 2.500 dólares. La mercadería volaba. Cada negocio traía cien contenedores por mes y había trabajo para todos. A partir de 1985 se expandieron a las calles paralelas y a las que cruzan Warnes. Existía la venta de autopartes de procedencia ilegal pero era lo mínimo; apenas se escuchaba hablar del tema. Los desarmaderos legales se llamaban “Chacaritas”. Luego empezaron a viajar a Chile por los precios de los motores japoneses. Era un negoción hasta que en 1993 Domingo Cavallo, entonces ministro de Economía, firmó un decreto que prohibió la entrada del usado. Algunos comerciantes se volcaron a vender mercadería nueva; otros a las reparaciones. Con la crisis de 2000 se inauguró el negocio de los autos robados; a la vez llegaron a la zona de Warnes los desarmaderos bravos de Ruta 8, San Martín, José León Suárez. Fueron cinco años desguazando autos en la vereda, como si nada.

En los plasmas del bar de Warnes al 1100 Racing pierde con Ñuls y el mozo se ríe de lo que sería el equipo si lo hubiese agarrado el alemán Lothard Mattheus. José llega puntual; trabaja en la zona desde 1978. Lo mejor de la charla empieza cuando confía en que no se revelará su nombre verdadero.

–El 60% es autorrobo; es mentira lo del aumento. Pasa que, por ejemplo, se te rompen los inyectores de un Renault Clío y te salen 8.000 pesos. Conviene darlo por robado para cobrar el seguro. El tipo que se queja de la inseguridad viene a buscar repuestos acá. Pero está magnificado: esto no es un antro de delincuencia como se cree –dice–. Los que tienen flota de taxis son de decir “todo lo que te entre de Fiat es mío, llamame”. Los mecánicos hacen su negocio: vienen, buscan un repuesto usado y se lo pasan al cliente como nuevo. Del interior hay llamados pidiendo repuestos. A nadie le importa de dónde vienen, eso acá no se pregunta. Un tipo que compró una camioneta BMW valuada en 150 mil dólares llamó y gastó 25 mil pesos en un repuesto; se ahorró 20 mil. Acá se consigue todo.

Cada vez que a José le preguntan dónde trabaja escucha el “uh, debés ser un garca bárbaro”. Le da bronca. “Decreció el 95% lo ilegal. El 90% siempre fue gente que hizo las cosas bien”, asegura.

RECORRIDA, PARTE I. El bar cierra. No queda casi nadie en Warnes. Sólo hay persianas bajas y mugre, algún perro que nunca tuvo dueño, cartoneros, el cementerio con las pintadas políticas, los que piden monedas para comprar pasta base en la villa de la estación Paternal.

José invita a una vuelta en auto para mostrar la zona. Cuenta que algunos hicieron mucha plata, se rescataron y ahora hacen las cosas bien. Habla del viejo Parmesano, que llegó a tener veinte galpones y murió preso. Dice que nadie en todo el país cortó tantos autos. En 1993 llegó a poner 150 mil dólares de coima y zafó.

Otros que cayeron son unos muchachotes de Del Viso que tenían el local por Paisandú y desguazaban lo que ellos mismos robaban. Vivían como narcos: mansión con cámaras de seguridad, paredes altas, sala de juegos, Mini Cooper y 4x4.

“Del 900 hasta el 1200 es todo accesorios, tuneados, estéreos, polarizados y especialistas en marcas; 1500 al 1700 tenés los reparadores de transmisión, lo usado. Ese sector es el más bravo, el de Dorrego para allá”, dice.

Hoy, alquilar un local en la zona cuesta entre 6.000 y 15.000 pesos mensuales.

En Warnes está la Comisaría 29ª. También Sustracción de Automotores y Asuntos Internos. Enfrente a una parilla hay un local de tres hermanos que, según José, tienen yate y cuenta de 12 millones de dólares en Miami. Ponían de coima entre 30 y 50 mil pesos por mes; nadie sabe qué problema hubo que les allanaron el negocio. Les encontraron 60 camiones con autopartes robadas. Tres meses después volvieron a la misma calle, en el mismo local y con el mismo arreglo.

CARÁTULAS. Pablo usa reflejos y la chomba adentro del pantalón. Pasó los 30 años y lleva 16 meses en la Unidad 48 de San Martín por un Volkswagen Golf. Lo robó en Ciudadela y se le apagó a las cuadras. Se trabaron las puertas y quedó adentro. Con la pistola le dio algunos culatazos a los vidrios, pero ya estaba rodeado. Hoy es día de visitas y todo está tranquilo. Esto no parece una cárcel. Los nenitos corren a sus papás. La cumbia suena bajito. Hay más mujeres que hombres. Están las esposas, mamás y hermanas cargadas de bolsas con mercadería. Desde el patio se ven las aulas con las tablas de multiplicar y pósters con dibujos de Fontanarrosa. Los presos ofrecen calentar el agua y la comida, preparan las mesas para los visitantes.

–Es un bajón caer por un auto. Además, si robás un espejo, una rueda o un estéreo, la causa también es robo automotor. Te respetan por esa carátula pero depende mucho del auto por el que caíste. No es lo mismo un Audi que un Fiat Uno –comenta. Muchas veces se quedaba con autos un par de semanas para ir a la villa a comprar droga, o al boliche, o a robar otras cosas. Pablo prefiere salir de caño en uno trucho para que el suyo, el legal, no quede marcado. “Yo al revés –aclara Leandro–, me gusta ir en uno con papeles porque si te para la policía podés chamuyar, si tenés los fierros bien guardados. Con uno trucho no frenás y se arma una persecución. Si el auto está limpio lo terminás recuperando, por más que esté secuestrado un tiempo si caés en cana, y no te queda la causa de automotor que es jodida”.

–¿Qué se siente robar y saber que el negocio lo hace otro?

–Te sentís rezarpado, porque ponés el pecho y arriesgás tu vida y tu libertad, y el reducidor cuadruplica la ganancia. Después están los que hacen mellizos y te cambian un número de chasis y te cobran 3.000 pesos. Y el que te hace los papeles con cédula verde y patentes a nombre de un muerto para que circules; lo que no podés es transferirlo. En Morón cobran 2.000 pesos ese laburo –responde Pablo, el que está preso.

En un taller de José Ingenieros Sergio reniega con un Renault Laguna; tiene cinco autos, vive de la compra y venta y dice que Pablo y Leandro pierden autos porque no saben trabajar: “Existe un aparato que detecta el satélite. Es como esos detectores de metales que te pasan por el cuerpo cuando entrás a un boliche. Ahí te das cuenta dónde está el aparato, lo desarmás, lo sacás y el auto es tuyo; con eso trabajan los piratas del asfalto también”, revela.

Sergio hace “ponchos”. Poncho es comprar un auto chocado a monedas, ponerle los repuestos de uno robado y venderlo como si fuese superlegal. Tiene un contacto en una compañía: con ese amigo compran camionetas destrozadas y al mes hacen la denuncia de robo; la hacen desaparecer y cobran el seguro al precio de una en estado impecable. Opina que el negocio no es como antes: “Está jodido, en Warnes y en provincia también. Casi que se terminó lo de las camionetas a la Triple Frontera porque a los gendarmes no los podés coimear; nada que ver con la policía. Alguna que otra 4x4 entra a Bolivia y se cambia por cocaína de la pura”.

RECORRIDA, PARTE II. Se termina la Coca en las mesitas del lavadero de autos de la avenida Beiró. Leandro pregunta si la gente que pasa por aquí se imagina que él está dando una entrevista sobre el robo automotor. Propone subir a la moto y señalar a quién robaría. Aclara que “nunca les robo a las mujeres para no hacerlas pasar un mal momento, aunque a una vieja de plata en un Bora podría ser”. Dice también que con los que disfruta es con los chicos de su edad, “que se hacen los cancheritos por andar en autazos que jamás podrían comprar si no fuera por la guita del viejo”. Cuenta que la gente que le compra autos le enseñó que las patentes más nuevas no tienen alarma satelital, hay que esperar cuatro meses para instalarla, y entonces mejoró: ahora son más los que cobra que los que pierde.

Por la calle Simbrón, un Siena entra al garaje de una casa. “¿Ves? Ése se regaló”, marca. En una esquina señala a un adolescente con música a todo volumen en un 206.

–¿Viste que hay estadísticas de calles con más robos? Simbrón es una de ellas…

–No les créas nada, amigo –se ríe a carcajadas–, eso es casualidad. Yo me subo a la moto y apenas cruzo el auto que busco lo robo, no me importa la calle. A los autos que roba los deja “dormir” en estacionamientos de supermercados, pasajes y calles con edificios altos. Dormir significa dejarlos para ver si tienen alarma satelital. La mayoría tiene y los recupera el dueño. Entonces le da más bronca, sale a buscar otro; no para hasta cobrar uno. Tiene días: hubo uno que robó tres y no vio un peso. Y otro que pudo vender los cuatro que levantó en doce horas. Ese día hizo 18 mil pesos por un Bora, un Passat y dos Peugeot 206. La plata que levanta se le va rápido: en jodas, cocaína del Bajo Flores, bailantas, ropa y puteríos. Lo más estúpido que compró, dice, fueron dos pelotas Nike para jugar con sus amigos al fútbol-tenis en el pasaje donde vive.

CONTROL. Antes era fácil. Se abría la puerta, se rompía el tambor y se hacía puente con los cables. En tres minutos te llevabas el mejor auto andando. La llave codificada complicó las cosas: aumentó los robos de caño. Y los homicidios.

“Se mata porque los pibes salen empastillados a levantar un auto. Esos pibes son malditos, ni siquiera lo venden; lo usan para dar vueltas y tirarlo por ahí. Si vos tenés el arma, tenés que saber manejarlo al tipo. Mandás vos, jugás con su miedo. Si la sabés llevar, no se te retoba nadie. Esta generación de chorros no existe. Mata y no piensa. Piensa sólo en el paco”, opina Pablo.

Ahora hay más control que nunca antes. En 2006 se creó el Registro Nacional de Desarmaderos. Se realizan tres operativos por semana en locales elegidos al azar. Todos los repuestos tienen que tener un sticker que indique su procedencia. Los ilegales se guardan en galpones que pueden estar en provincia, o en los alrededores de Warnes con un cartel de alquiler o venta para no llamar la atención. Muchos de los que se dedicaban al negocio de los ilegales se fueron. Otros están perseguidos. Ahora se trabaja pidiendo una seña y al día siguiente se trae el repuesto del galpón. La protección de la 29 se limita a la jurisdicción de la comisaría, así que si se viene del Gran Buenos Aires con el pedido hay que andar con cuidado.

–El 90% trabaja por derecha. El resto es gente que no tiene cabeza empresarial. Siempre hay un mercado negro. Decreció pero hay. Y va a haber porque los repuestos salen muy caros y está todo arreglado con la policía –afirma José. Y también porque hay y habrá clientes, que muchas veces son los mismos que se quejan por la inseguridad.

Las mujeres que manejan bondis



CRÓNICA PUBLICADA EN EL DIARIO CRITICA

NAHUEL GALLOTTA


-Che, ¿tengo buen seguro si me subo a tu bondi? –le dijo un pasajero a Bety en uno de sus primeros recorridos al volante de un Puma D12 con motor Deutz. La broma machista no fue lo peor que le pasó: otros subían al colectivo y cuando veían una conductora mujer bajaban y esperaban el de atrás.

Bety es una de las 22 choferes del Grupo Plaza, la única empresa de Buenos Aires que contrata mujeres.

Lleva las uñas pintadas, los ojos delineados y las pestañas bien arqueadas con rímel. Usa uniforme: camisa gris de manga larga, corbata azul. Pone punto muerto, acomoda el retrovisor y sube a las tres primeras pasajeras de la tarde. Abajo, un travesti de Puente La Noria la mira extrañado. Acaba de iniciar su ronda de tres vueltas diarias arriba del bondi, un servicio semirrápido de la línea 141, ramal Villa Celina- Pacífico.

Bety dice que de chiquita no quería ser nada cuando fuera grande, porque apenas terminó la primaria se puso a trabajar de niñera y nunca pudo pisar la secundaria. A los 15 años viajó desde su Santiago del Estero natal hacia la ciudad y empezó a trabajar en casas de familia. Ahorró unos pesos y se compró una camioneta para llevar a la escuela a los chicos del barrio. También tuvo un kiosco y una carnicería en Lomas de Zamora, hasta que un colectivero de la cabecera de enfrente de su negocio la avivó: en Plaza estaban tomando mujeres, si manejaba su camioneta podía trabajar de conductora. Y ahí fue Bety a mezclarse entre los hombres de la fila de postulantes, porque necesitaba un trabajo en blanco, con recibo de sueldo y aportes. Tenía entonces 26 años. El próximo 14 de diciembre cumplirá una década en el oficio.

El Grupo Plaza empezó a contratar mujeres conductoras en 1998. Llegaron a ser 40; ahora son 22, de entre 26 y 50 años, apenas el 1% del plantel, en el que hay 2.240 hombres. Están repartidas entre las líneas 140, 141, 114, 36 y 133. También hubo boleteras e inspectoras. Marcos Videla deberá andar por los 30 y pico y es el gerente de relaciones laborales de la empresa. En su oficina hay un cuadro de River, de la época cuando nadie imaginaba una campaña como la de 2009.

–Formamos una escuela de capacitación de conductores y pensamos que las mujeres merecían una oportunidad en este sistema recontra machista. Hicimos una prueba y nos dio buenos resultados. No había antecedentes y a partir de nosotros experimentaron otras líneas, pero no hubo continuidad. De todas maneras, no hay muchas presentaciones espontáneas, por más que yo ofrezca, la demanda no existe- dice Videla.

La crisis de 2001 marcó la excepción: la necesidad laboral de aquel entonces marcó el pico de conductoras mujeres.

Las primeras llegaron a partir de un aviso clasificado en el diario Clarín. Las seleccionadas debieron hacer un curso teórico de capacitación de 90 días, más otros 30 de práctica, idéntico al que hacen los varones.

El interés femenino por el oficio suele ser hereditario: las chicas que manejan colectivos de la empresa tienen o tuvieron algún familiar que lo hizo. Videla cita el ejemplo de Bárbara Santamaría, “una rubia muy bonita que podría haber sido modelo, pero se copó con el gremio por su papá”.

Por seguridad, la empresa evita asignarles los turnos de madrugada; solían, además, empezar manejando los colectivos del servicio diferencial, que ahora no existen. Todavía, dicen en las oficinas de Puente La Noria, no echaron a ninguna, y se ríen de la broma machista, por más que hayan pasado casi 11 años desde la incorporación de la primera mujer a la empresa.

Según el convenio establecido, el sueldo es igual al de los hombres: por una jornada de 7 horas 40 minutos, tienen un básico 3.448 pesos mensuales.

–¿Qué las diferencia de los varones arriba del colectivo?
–El trato con el pasajero, la mujer siempre es más cordial, es de tener más paciencia, que es algo natural en la mujer; en lo que respecta a los siniestros, están en igualdad de condiciones. Costó, pero después llegaron muchas felicitaciones a la línea de atención al usuario de transportes –responde Videla.

MUY BIEN DIEZ FELICITADO. Bety cuenta que si al principio los pasajeros hombres se resistían a la novedad de las conductoras, las mujeres, en cambio, las bancaron siempre. Tarda en recordar anécdotas, recién empieza a hacerlo a la altura de Flores. Habla de un compañero que las criticaba a sus espaldas, pero después cambió de opinión y pidió disculpas; de un adolescente que le dijo “es un orgullo viajar con una mujer”; de un señor que al bajar le comentó “el viaje con usted fue un placer”. Una vez se le acercó un muchacho y le ofreció dinero para que lo llevara a Mar del Plata en su auto, le dijo que pusiera precio, pero ella se negó. Y en otra ocasión subió un nene que, cuando la vio, exclamó: “¡Guachi guau! ¡Una mujer colectivera!”. La fue evaluando durante el viaje y al bajar le puso un diez.

Luego, Bety habla de la responsabilidad que siente al tener a cargo a los pasajeros:

–A los cinco días de empezar a manejar, tuve un roce en la parte de atrás del colectivo y pensé que me iban a echar. Tuve miedo, pero me dieron confianza y lo valoré mucho, por eso estoy muy agradecida con la empresa. Nunca pensé en renunciar, pero igualmente esto no es para cualquiera. Tenés que tener paciencia, son casi 900 pasajeros por día. Y todo lo que les molesta te lo dicen a vos.

Así, Bety contará que los pasajeros se quejan por el aumento del boleto, por la frecuencia de la línea, porque el colectivo que pasó antes no frenó, como si todo dependiera de ella. Pero también, dice, le suceden cosas lindas. Para la semana de la dulzura liga bombones; el Día de la Madre o de la Mujer halagos, ositos de peluche y otros regalos. Cuando sube un borracho, los pasajeros la cuidan y se encargan de bajarlo. Hasta se hizo amiga de una pareja que siempre viaja en sus horarios de trabajo y suele juntarse a comer con ellos.

PRIMERO LAS DAMAS. Los días de lluvia son los peores para manejar. Hay que tener mucha mala suerte para que te toque un diluvio en tu primer día de trabajo siendo mujer y manejando un bondi lleno de machistas. Eso le sucedió a Patricia. Dice que no sabía dónde meterse mientras escuchaba el murmullo de los varones del fondo: “Con ésta nos vamos a matar todos. ¿Para qué rompen con esta estupidez de poner mujeres ?”. Todavía cree que fue el peor día de su vida.

Durante un año y medio, Patricia sufrió el acoso de un pasajero, un muchacho de veintipico, técnico en computación, que se quedaba en el primer asiento por más que subieran ancianas o embarazadas. Bajaba en la terminal, esperaba y volvía a subir al lado de ella. “¿Qué te pasa? No la molestés que es mi amiga, no puede hablar con nadie más que conmigo, eh”, les decía a los que le preguntaban por alguna calle o parada. Una vez, se quiso boxear con un pasajero. Sabía los horarios de trabajo de Patricia y la dirección de su casa. Un día ella se cansó, no le frenó y siguió de largo. Él llamó a la empresa y la denunció. “Salió una persona manejando mi coche y él estaba en la calle, íbamos con mi jefe en el auto y lo marqué. Se bajaron los delegados y mi jefe. Uno de ellos se hizo pasar por mi marido, le pidió que no me molestara más y desapareció. Es la única historia fea que tuve arriba del 141”, cuenta.

Patricia es la conductora histórica de Plaza, por más que haya renunciado. Tuvo una industria propia y la perdió; lo mismo le pasó con su casa. Tenía 37 años, vivía en lo de su mamá y era separada con una hija. Durante tres años anduvo haciendo changas; llegó a manejar un remís, un taxi y pensó que nunca más le iba a ir bien en lo laboral. Una amiga le contó del aviso que pedía conductores de ambos sexos y creyó que era su oportunidad.

De 19 choferes contratados entre 680 postulantes, fue la única mujer. El día de la prueba final de manejo, cuando quien iba a evaluarlos preguntó quién empezaba, a todos los hombres que la rodeaban les agarró un repentino ataque de caballerosidad: “Primero las damas”, respondieron al unísono. Patricia subió al colectivo aterrada, pero cuando ya estaba contratada.

–¿Te gustaba manejar el bondi?
–Sí. Yo tuve una fábrica de sillas con 11 personas trabajando para mí. Si venías y me decías: “Te devuelvo la fábrica con todo lo que tuviste a cambio del trabajo de conductora”, por mi hija te juro que decía que no. Aprendí que hay otra forma de vivir, otros valores, no sólo correr detrás del valor monetario. Aprendí mucho ahí arriba.

ENTRE AMIGOS. Hace rato que Bety dejó atrás la autopista, los monoblocks de Villa Soldati y la cancha de Sacachispas, una zona donde hay que viajar con las ventanillas cerradas para evitar las piedras que anteceden a los robos. Baja por Eva Perón y empiezan a subir los pasajeros. En una esquina de Palermo, se detiene para que suba una señora mayor, aunque no hay parada: “Gracias, vos debés manejar muy bien, nena. Las mujeres somos insuperables en todo”, le dice la mujer. Más adelante, cuando se baja, la señora se acerca hasta la puerta y le grita: “Manejás muy bien, querida”. Otro pasajero le cuenta que al día siguiente tiene franco y que no volverá a viajar hasta el viernes. En el recorrido de regreso, el bondi ya está lleno y Bety pide con vos de mala que “vayan pasando para atrás, por favor, así puede subir más gente”. Un joven de gorrita se mira con una chica y ambos ponen cara de “qué quiere ésta”. De a poco le hacen caso. En Mataderos, un cuarentón le recrimina que hace un montón que no viaja con ella, al tiempo que cuenta que “conozco a tres conductoras: una morocha, una rubia y a Bety, la colorada. Ella es la que mejor maneja y la de mejor onda”.

Antes de que termine el viaje, Bety le preguntará al cronista si viajó bien. Le gusta recibir elogios.

–¿En general cómo es la respuesta de la gente?
–Los que viajan siempre ya se acostumbraron. Pero, en cada esquina, todos me miran. Me pasó que dos salteños me pidieron sacarme una foto porque nadie les iba a creer. Y hay mujeres que me preguntan dónde llevar un currículum. El otro día, escuché que un pasajero le dijo al otro: “Vas a ver lo bien que maneja la mujer esta”.

UN MUNDO DE 20 ASIENTOS. Cuando Patricia todavía trabajaba como colectivera, entraron a robar en su departamento. Se llevaron todo. A las pocas semanas, lo había repuesto. No había pedido un préstamo ni se había ganado una orden de compra en una casa de electrodomésticos: sus amigos, los pasajeros, los que había conocido manejando el diferencial, se habían juntado para comprarle lo que necesitaba.

Arriba del bondi también conoció a un hombre, se animó a aceptarle, después de varios viajes, la invitación a tomar un café, inició una relación, por más que haya devenido después en amistad y sólo eso. Hubiera sido una linda historia para una telenovela.

–Nunca me sentí tan querida y tan respetada. Era una alegría viajar, el recuerdo es impresionante. Formamos un grupo de gente hermosa, de juntarnos para las fiestas a comer un asado. Para los 15 años de mi hija, varios pasajeros pusieron plata y compraron una mesa de computación y vinieron a casa con flores y una tarjeta. Algunos trajeron a sus señoras a viajar, así me conocían, y las mujeres hicieron lo mismo con sus maridos. Éramos un grupo y me avisaban “Pato, no me esperes que mañana no viajo”, y yo avisaba “mañana no me esperen que es mi franco”.

Cuando renunció, no quiso avisarle a nadie. El médico le aconsejó dejar el trabajo por un problema de salud; ahora organiza eventos y alquila barras a domicilio. “El último día, me bajé de un 0 km y empecé a recordar cosas, de la batatita con la que arranqué. No me dolió por el trabajo en sí, sino por mis compañeros. Se enteraron cuando dejé de ir y pensaban que era una joda; me llamaron, prometí volver, pero todavía no puedo. Extraño ese cariño, sentí que fue algo especial. Fui una privilegiada de la vida”, dice, por si quedaba alguna duda de que se puede ser feliz yendo y viniendo en bondi.

LA LUCHA DE UNA SALTEÑA POR SER CHOFER. Mirtha Sisnero es una salteña que quiere ser chofer de colectivo. Rindió bien todos los exámenes, demostró estar apta para ejercer la profesión, pero ninguna empresa de la capital provincial le da trabajo. Sus reclamos empezaron en 2007 y, ante la negativa sistemática, llevó el caso a la Justicia. A través de la defensora civil Natalia Buira se presentó ante el juez de la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial Sala Quinta, Mario Ricardo D’Jallad, para solicitarle que “ordene a los demandados (las empresas locales) el cese de la discriminación por razones de género, que se traduce en la no incorporación de choferes mujeres en el transporte público de pasajeros”. Su causa también fue apoyada por el Instituto Nacional contra la Discriminación. Verónica Spaventa, representante del INADI en Salta, presentó ante el juez D’Jallad, un “amicus curiae”, recurso que permite aportarle al juez argumentos para resolver el caso. Ahora, Sisnero está en periodo de prueba. Tal vez logre algún día poner primera y subir a sus primeros pasajeros.

domingo, 21 de marzo de 2010

En un ring de la villa 21, los pibes se sacan la bronca a las piñas


Crónica publicada en el diario Miradas al Sur

Luis clava la mirada y le pega duro a la bolsa del Barracas Boxing Club, el gimnasio de la 21; un recto, un cross, dos ganchos, esquiva golpes de un rival imaginario y se saca la bronca. Toda. Toda la bronca. Finalizado el entrenamiento dirá que en otras épocas se hubiese sacado la mala onda pegándole a alguien, pero eso ya fue; ahora, al igual que otros chicos de su barrio, tiene un lugar para ir y descargarse, entre otras cosas.
El sueño de Luis era almorzar en esos restaurantes caros de Puerto Madero. Un mediodía fue y pidió una comida cheta de la que no se acuerda el nombre; le hubiese dado lo mismo si le traían puré o sopa. Ese día, entró al restaurante caro de Puerta Madero acompañado por Juan Román Riquelme. Una historia que se parece a esas que ocurren en los programas que cumplen sueños, pero ésta no tiene guión, no hay cámaras ni conductora de llanto trucho. Conoció a Riquelme yendo a los entrenamientos y pegaron onda. Román le preguntó qué quería hacer para su cumpleaños y fueron. Y los miraron. Y lo miraron a él con él y nadie entendía nada. Se despidieron y Luis se tomó un taxi de Puerto Madero hasta Iriarte y Luna, porque el taxista no quiso entrar a la villa, por más que viniera de comer una comida cheta con Riquelme. Eso fue lo más lindo en la vida de Luis.
Es alto y flaco y está vestido de Boca: pantalón largo, camiseta autografiada por Román y una visera. Es uno de los tantos pibes que desde que se enteró que podía practicar boxeo gratis y le daban vendas y guantes dejó un poco la calle y ahora, los días tienen menos horas para hacer nada. El gimnasio es de esos lugares sin necesidad de tener cosas lindas para ser maravilloso. Hay cinco bolsas, un cielo y tierra, un pitchbull, pesas y un ring que dan ganas de subir a probar suerte hasta con el más grandote. Todo a estrenar. En las paredes se pegaron afiches con las fechas de cumpleaños de los chicos y datos útiles para hacerse los análisis de sangre. En el equipo de música suena de todo. Cumbia, electrónica, tango, Luis Miguel, porque el objetivo también es difundir otros estilos, cosas que a lo mejor no son tan conocidas acá. Ayelén es psicopedagoga y la guía hasta el gimnasio; es morocha y usa esas polleras que llegan hasta el piso. Dice que “estuvo todo pensado para que ellos cuenten con todo lo que requiere alguien que aspira a ser boxeador profesional; lo que notás es que invitándolos, brindándole la posibilidad de aprender algo, ellos se copan”.

Profes y algo más. Lo del boxeo es, en realidad, una excusa. El objetivo principal de la actividad no es formar pugilistas, sino personas; primero se trabaja en el ser humano y después se verá si hay boxeador. Hay muchas mujeres entrenando. Una de trencitas y ojos pintados que está haciendo guantes con una amiga se acerca y grita: “Escribí que el profe es repiola”. Hay un pibe entrenando con un jean, otro con la camiseta del equipo de barrio, Barracas Central. Todos se saludan de la misma forma: primero con la mano y después, un choque de piñas, uniendo los nudillos de la mano de cada uno. Hoy el entrenamiento se basa en rutinas que los pibes van rotando. A la mayoría le gusta mirarse al espejo mientras transpira. La edad promedio anda por los 19 años.
–Es como que te adoptan y exigen de vos que seas personal para ellos. Es lo que no tienen en la casa. Es el límite que le ponés. Lo que aprendés en lugares como éste es a no quejarte de la vida, vos venís acá y olvidate de que lo tuyo sea un problema. Todo lo que vos me quieras decir no es ningún drama en comparación de lo que les pasa a los chicos de acá. Venir te cambia la filosofía de vida –dice Fabián Escalada, uno de los profes–.
Para él, éste es el laburo que más le gusta, y siente que además de un trabajo es comprometerse con la causa, poner su granito de arena. Antes de empezar a venir, sus familiares le preguntaron si sabía dónde se estaba metiendo. Debe ser por la estigmatización de los medios; cuando uno charla con maestros o profesionales que trabajan con pibes en situación de calle, de encierro o que viven en lugares con problemáticas de todo tipo, dicen que les encanta trabajar con ellos y que el respeto que reciben no se encuentra en otros contextos.
Acá sabe que no puede ni le gusta faltar. Cuenta que muchas veces los chicos lo llaman a las dos, o a las cuatro de la madrugada para pedirle una opinión porque están en un problema y recurren a él. Escucha a las mujeres que le relatan que no entrenan porque les vino o a pibes que fueron abusados.
Pero además de las piñas en el Barracas Boxing Club hay muchas iniciativas culturales que se desarrollan cada dos viernes. Las actividades suelen estar basadas en películas para después reflexionar sobre distintos temas. Se planea, también, empezar a leer cuentos de boxeo. Todo tiene que ver con el ring, si no los pibes mucho no se copan.
Después de cada entrenamiento se arma la mateada. En esos banquitos largos de madera se sientan todos, uno frente a otro, se traen galletitas de agua y se larga la charla.

El orgullo del Barracas Boxing Club. Cachilo tiene pinta, nariz y apodo de boxeador. Será el primero del gimnasio en sacar la licencia amateur. Es santiagueño y hace 20 años que vive en la villa, pero no se queja de la vida que le tocó, porque dice que no fue difícil para nada. A los 14 había entrenado un año en Huracán, pero dejó al tiempito por la escuela. Se enteró por un vecino del Barracas Boxing Club y se mandó a ver si le gustaba como antes. El mejor día de su vida fue hace poco, cuando en una exhibición del barrio todos le gritaban “dale Cachilo, pegá, tené cuidado”. Bajó del ring y todos los nenitos se le acercaban a saludarlo. Después de eso le pasó que un muchacho del barrio llegó al gimnasio diciendo que quería guantear con ese tal Cachilo, pero él no estaba.
Cuando trabajó, fue en el sector limpieza de una empresa. Ahora no lo hace; pero lo llaman para descargar camiones, le sirve como changa. Antes eran distintos los días de Cachilo. “Yo me iba temprano, volvía a comer al mediodía y después de nuevo salía a la calle. Es que no te aburrís nunca estando ahí: escuchás historias, siempre aprendés algo nuevo. Ahora cambié, llego al gimnasio a la una y me voy a las cinco a mi casa y después juego a la pelota a la noche”, cuenta.
Lo que le gusta a Cachilo de todo esto es que se concentra, que no piensa en otra cosa que no sea el boxeo, que se empezó a juntar con otra gente. Muchas veces le pasa que después de entrenar le preguntan qué hizo y él no se acuerda, de lo metido que estuvo en el boxeo, dice.
–Además de boxeador me gustaría ser profesor, dar clases en lugares como éste. Es muy difícil, acá hay familias que son siete u ocho personas y no tienen trabajo. Decí que están los comedores, ¿pero los sábados y domingos?. Yo antes llevaba a un nenito del barrio a mi casa para jugar con mi hija y él no se quería ir; me dijo que era porque en su hogar no comía nunca. Ese nene andaba todo el día en la calle y tenía cinco o seis años. Había tomado la leche, comido y se quería quedar. Sonríe cuando este cronista le dice que quizá mañana él aparezca en los diarios bajo el título de: “El campeón mundial que salió de la 21”.
Son las seis de la tarde y cierra el gimnasio. Afuera hay pibes por todos lados. Algunos andan en bici; allá al fondo se ven algunos jugando a la paleta, otros estarán por empezar un desafío de fútbol. Esto también pasa en la Villa 21, aunque no se muestre en los noticieros de América y Canal 9. Acá no vino nunca el periodista Facundo Pastor. Brilla el sol, abunda la tranquilidad, los vecinos se saludan, la gente del comedor trabaja para los que menos tienen, se hace deporte, vida en paz, se ven murales, arte. Nada que ver con los rótulos del barrio del miedo, de la villa más peligrosa del país. Hay paisajes bonitos también en este barrio. Uno nunca sabrá qué es concretamente qué hace atractivas a las personas y a los lugares, porque lo son. Debe ser por eso que uno entienda al hombre que ama a una mujer que al resto le parezca horrible. O también a esos locos que eligen ser hincha de equipos como Central Ballester o Midland. O sentir que el lugar más maravilloso del mundo puede estar en la Villa 21, con un tal Luis que le pega duro a la bolsa; un recto, un cross, dos ganchos, esquiva golpes de un rival imaginario y se saca la bronca. Toda la bronca.